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miércoles, 13 de junio de 2012

De Cortázar a David Lynch

Cuando el pasaje concreta el deseo* 

 “El otro cielo” de Julio Cortázar y “Mulholland Drive” de David Lynch


“…porque los pasajes y las galerías han sido mi patria secreta desde siempre”
JULIO CORTÁZAR, “El otro cielo”

A Julio Cortázar, mi autor favorito en el día del escritor



      El presente trabajo comparativo pretende simplemente entreabrir la puerta del laberinto para asomarnos a dos obras de arte contemporáneas que por su riqueza y sugestión invitan  al lector y al espectador a revisitarlas con el ingenuo afán de desvelar sus misterios o simplemente para volver a perderse en sus oscuros pasadizos.
      Aunque lejanos en el tiempo y en el espacio, Julio Cortázar y David Lynch, tienen en común una concepción lúdica del arte. Sus obras desafían la curiosidad y proponen un juego participativo que la recepción debe completar después de varias lecturas.
      En ambos textos los espacios escogidos funcionan como marcos simbólicos para un enunciado doble, especular. Los respectivos protagonistas, prisioneros de una realidad represiva y frustrante se desdoblan y “pasan” a ese otro mundo “el de los sueños”, en ambos casos asociado a lo prohibido y peligroso y a la concreción del deseo erótico.
      Ya desde sus títulos, los textos aluden a esos espacios que posibilitan el pasaje. “El otro cielo”, hace referencia a los altos cielorrasos de estuco de la Galería Güemes en Buenos Aires y de la Galería Vivienne; “Mullholland Drive” es una calle sinuosa, camino al borde del precipicio, desde cuyas alturas pueden verse las luces de Hollywood. No es casual que Cortázar haya elegido París, la Ciudad Luz durante la Belle Époque, para que el gris protagonista porteño se pierda en un mundo nocturno de galerías, cafés y bohardillas iluminados con picos de gas. Del mismo modo, Lynch elige una calle en Hollywood, la “fábrica de sueños”, para contar una rara historia en la que se entrelaza el amor y la traición con los siniestros intereses de la industria del cine.
       En el cuento de Cortázar, el plano de la realidad y el de la ensoñación se van tejiendo como en una guirnalda, elemento repetido como un leit motiv para aludir a la ornamentación del paraíso artificial de las galerías y para subrayar los pasajes que van conformando el relato. Ambos planos, que funcionan como perfectos opuestos, simbolizan la dualidad del protagonista, tironeado por la formalidad de su vida pequeño burguesa en Buenos Aires y la bohemia parisina anhelada. El protagonista en Buenos Aires es corredor de Bolsa, es un soltero “que  vive todavía en casa de su madre”[1], circunstancia que justifica su sumisión al tácito autoritarismo de una madre sobre protectora y posesiva. Además está comprometido con Irma, “la más buena y generosa de las mujeres”[2], Irma, la que siempre lo espera “con la sonrisa de las novias arañas”[3]. En Buenos Aires, es el bochornoso calor del verano lo que empuja al protagonista a buscar la sombra del Pasaje Güemes, “esa noche artificial que ignoraba la estupidez del día y el sol ahí afuera”. Del Pasaje Güemes sale a la Galerie Vivienne y así al plano de París, donde siempre es de noche y la felicidad es posible con Josiane, entre las risas y los abrazos de las prostitutas, el humo y el ajenjo, el miedo al estrangulador, la guerra y la nieve. París es para el protagonista “ese mundo diferente donde no había que pensar en Irma y se podía vivir sin horarios fijos, al azar de los encuentros y de la suerte.”[4]


     Para reforzar el tema del doble, Cortázar multiplica los desdoblamientos: la historia está dividida en dos partes, dos ciudades, dos guerras (la franco prusiana en París y la Segunda Guerra Mundial en Buenos Aires), dos lenguas, la invitación a reconocer los dos epígrafes de “Cantos de Maldoror” de Isidoro Ducasse- Conde de Lautremont, la clara alusión a este poeta en la figura del sudamericano y al perverso personaje de Maldoror en el estrangulador Laurent. Y todos esos dobleces caben en el deseo del protagonista, que pugna por ser otro. Ajenidad que reconoce propia cuando está perdido irremediablemente en la seguridad conformista de su resignada vida en Buenos Aires: “Algunos días me da por pensar en el sudamericano, y en esa rumia desganada llego a inventar como un consuelo, como si él nos hubiera matado a Laurent y a mí con su propia muerte”[5]
     El narrador en primera persona protagonista narra esta historia desde un presente nostálgico que entiende que esta historia sólo puede narrarse en pasado: “digo que me ocurría, aunque una estúpida esperanza quisiera creer que acaso ha de ocurrirme todavía.”[6]   Ya casado y esperando un hijo,  y con las responsabilidades del trabajo, el protagonista queda atrapado “del lado de acá”, en el mundo diurno y previsible del “hombre de bien”, destino forjado por las buenas intenciones de su madre. Siente que la guirnalda está definitivamente cerrada y entre una cosa y otra se queda prisionero de su vida plana: “sencillamente me quedaré en casa tomando mate y mirando a Irma y a las plantas del patio”[7]



        En el film de David Lynch, titulado en la Argentina “El camino de los sueños”, lo onírico lo contamina todo, enunciado y enunciación. El difuso límite entre sueño y realidad toma al espectador desprevenido, ya desde los créditos en los que aparece una danza frenética seguida por un collage de imágenes y escenas inconexas entre sí que, en una segunda lectura, funcionan como claves para la interpretación de la historia. La dulce Betty sonriéndole al futuro, acompañada de dos ancianos bondadosos, el primer plano de una revuelta cama roja, el cartel de la calle Mulholland Dr. iluminada por una luz titilante, el lujoso auto, la amenaza y el inesperado accidente, los perfectos jardines de las mansiones de Sunset Bulevard, la cafetería Winkie´s y la narración del sueño que se hace realidad, realidad que es muerte, que es mendiga, que es pura fealdad ominosa que no puede mirarse sin morir o volverse loco… Y después de esos saltos (aparentemente inconexos) de los que pronto nos olvidamos, comienza la tranquilizadora  historia de Betty, la bella e inocente rubia que llega a Hollywood cargada de sueños. Betty que llega protegida por la bendición de esos dulces ancianos que conoció en el avión y el tradicional cartel del aeropuerto “Welcome to Los Angeles”. Betty que entra al lujoso barrio privado donde vive su tía Ruth y recorre extasiada la lujosa casa… y Lynch nunca nos engaña, la cámara subjetiva que sigue a la protagonista y mira por sus ojos nos está dando una pauta de interpretación, hasta su exclamación ante la espaciosa y hermosa cocina “Es increíble”, está allí para alertarnos sobre la consistencia fantástica de los hechos narrados.
         Y dentro de la casa está “ella”, la sensual morocha sobreviviente del accidente que ha llegado amnésica a esa casa. Betty encuentra su ropa, su cartera y acepta con extraña naturalidad la presencia de la intrusa. En un juego de espejos, empieza a desplegarse el tema del doble, que Lynch multiplicará  hasta el infinito. En un antológico fotograma, perfecta síntesis, “ella” que se mira en el espejo circular, “ella” que no recuerda su nombre (porque para la economía narrativa es simplemente “ese oscuro objeto del deseo”) y el afiche reflejado detrás de su bello rostro le proporciona el nombre del ícono sexual por excelencia: Rita (la inmortal Gilda, la femme fatal).


     “Rita” no recuerda nada, no sabe por qué en su cartera repleta de dólares hay una misteriosa llave azul. Con sorprendente predisposición, “Betty” se hace cómplice y le propone llamar a la policía “fingiremos ser otra persona, sólo para saber si hubo un accidente en Mulholland Dr.”


      Y las bellas mujeres hermanadas por el misterio van entrelazando sus almas y sus cuerpos, y será en Winkie´s, donde en “Rita” se despierte el recuerdo de un nombre que ve en la identificación de la camarera: Diane. Diane Selwyn, el nombre necesario que las llevará a encontrar la pobre vecindad, el pobre y sucio cuarto, las abyectas sábanas rojas donde yace el cadáver de una mujer a la que la muerte le ha robado el rostro.
     Ya las voluptuosas mujeres jugarán frente al espejo a ser gemelas idénticas aunque sepan que ese puro reflejo no es más que puro simulacro, apenas una peluca rubia de pelo de muñeca. Y será un sueño en otra lengua la que las conduzca, juntas como gemelas, en un taxi, en la solitaria madrugada, al Club Silencio, lugar en el que se refuerza la idea de representación, de ficción: “No hay banda. No hay orquesta”. En el Club Silencio todo es artificio. Rebeca del Río, con su lágrima pintada, canta para ellas: “yo pensé que te olvidé pero te quiero mucho más que ayer” y el llanto las hermana y las lava por dentro y por fuera aunque el artificio está a la vista, la cantante cae en el escenario pero sigue cantando en un burdo playback.

 
     Misteriosamente, dentro de la cartera aparece la cúbica caja azul para la misteriosa llave que devolverá a la protagonista al plano de la insoportable realidad: su historia de amor, celos, humillación y traición. Asistiremos al reverso de la historia y descubriremos que el sueño la redime de ser Diane Selwyn, la amante de Camilla Rhode (la “protagonista”, la ganadora, la elegida). Diane abandonada y deprimida en su triste casa, en su triste vecindad. Y todo va encontrando su perfecto opuesto: la bata de seda de Betty se convierte en la sucia bata blanca de Diane. Y el director de cine, Adam Kesher que se enamora a primera vista de Betty pero es perseguido por la mafia y no puede elegirla para su película es el cínico antagonista que le roba el amor de Camilla y la humilla en público, y los dólares… son el sucio precio para pagar la venganza.
     El sueño de Diane, raro e inexplicable, como todos lo sueños, concreta su deseo de amor, de aceptación, de protagonismo. Y es un sueño fantástico, desmadejado del otro lado de la culpa y el disparo final, para volver a recomenzar.
Edward Hopper, Cine de N.Y., más pasadizos para explorar
     
      En conclusión, los protagonistas de ambos textos logran, a través del desdoblamiento, concretar el deseo, olvidar por un momento su triste destino. El narrador homodiegético en primera persona en “El otro cielo” y la focalización interna y subjetiva desde el punto de vista de Diane en “Mulholland Drive” permiten desarrollar con naturalidad ambos relatos fantásticos nutridos con la ambigua sustancia de los sueños, construidos con el reflejo de infinitos espejos enfrentados. Relatos laberintos que nos invitan a perdernos una y otra vez en la ficción, “como para tapar la realidad”[8].
     
    
*Este ensayo, de mi autoría, fue presentado como trabajo final para el seminario "El doble en el Cine y la Literatura", dictado por la Licenciada Laura Esponda, en la Universidad Nacional de Quilmes, en Junio de 2011 y publicado en el blog del curso.

[1] Cortázar, Julio, “El otro cielo” en Todos los fuegos el fuego, Editorial Sudamericana, Buenos Aires, 1977, página 172
[2] Cortázar, op. cit., página 170
[3] Cortázar, op. cit., página 191

[4] Cortázar, op. cit., página 178
[5] Cortázar, op., cit., página 197
[6] Cortázar, op. cit., página 167
[7]Cortázar , op., cit., página 197
[8] Borges, Jorge Luis, “El sur”.

2 comentarios:

  1. Extraordinario Trabajo, lo leí en profundidad ayer, termine a las dos de la mañana fue un día de mucho trabajo pero no podía dejar de leerlo, me interesa mucho como piensas, las relaciones que haces y los vínculos que hallaste van a los ejes mas importantes de las obras, que mas decirte, el placer intelectual y profundo de tu análisis me ha acercado a David Linch, recuerdo ese filme cada tanto y la inquietud inexplicable que me había dejado quizás me impidió hasta ahora de volver a verlo. Después de leer tu texto la voy a buscar, espero encontrarla aquí en idioma original. El tuyo es un trabajo para leer mas de una vez,lo Haré. Gracias por compartir estas piezas tan valiosas de tu produccion intelectual. Un fuerte abrazo.

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    1. Hola Laura, gracias por tus palabras tan alentadoras.
      Tanto el texto de Cortázar como la película de Lynch me resultan apasionantes. Quizás por el hecho de que sean tan ambiguos y escurridizos... La película de Lynch es maravillosa, tan onírica. Si te fijás en Internet hay un montón de páginas que intentan dar claves, "explicarla"... como si se pudiera. Eso pasa siempre con las películas "de culto", así llegan a "recetarios" ridículos.
      Lo importante es dejarse conomover por obras como estas, como vos decís, permitir que la inquietud, el desasosiego que nos producen se queden pegados como "babas del diablo" después de que uno vio el film, o leyó el cuento. Mucho después, en el momento menos pensado, logramos "entender" algo, realizar alguna conexión y entonces vuelven las ganas de ver otra vez esa película, con ojos nuevos, para volver a perdernos en esos interminables pasadizos.

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